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Curso 2016/17

domingo, 1 de noviembre de 2009

LA DESPEDIDA


Pedro Paradís

¿Qué importancia tiene la inmortalidad para quien ya lo ha vivido todo? ¿Qué interés el futuro para quien conoce el porvenir? Recuerdo el entusiasmo de los primeros días, cuando el mundo era nuevo y el hombre aún no hollaba su superficie. Las noches de luna sobre el desierto, y el sol irradiando la nieve en las cumbres. El azor sobre las olas y el antílope paciendo. Esas imágenes persisten en mi retina como el cincel minero en lo más profundo de la cantera.

Después vinieron los hijos de Adán, y trajeron tras de sí sus magníficas ciudades. Me gustaba observar su actividad desde lejos, con el sol naciente a mis espaldas. Al principio los encontré fascinantes por sus obras: doblegaron al desierto y levantaron torres junto al mar; las bestias les obedecían y se sometían a ellos. Pero pronto conocí su espíritu violento, sus guerras y arrogancia sobre la naturaleza. Sus actos me desvelaron su maldad y podredumbre, y su destino incierto, y les odié.

Fue en aquel tiempo cuando comenzó la apatía, la indiferencia hacia cuanto me rodeaba, y por primera vez me pregunté quién era.

Ahora heme aquí, en el lugar que he elegido para morir, junto a la fuente de piedra, cerca del camino de la ciudad de blancas murallas. Llegué hace un año para dejarme morir de hambre, pero los hombres de la ciudad, acobardados por mi presencia, pusieron ante mí un anciano para que lo devorara. Triste final el tuyo, viejo, -pensé- entregado a mí por tus hijos y vecinos. Pero quizá sea tu momento, quizá, como yo hayas vivido cuanto te fue posible vivir. Quizá también, a tu manera, quieras morir..

Desde aquel día muchos habitantes me han sido entregados. La ciudad, temerosa de mí, trae a una víctima tras otra para aplacar una rabia inexistente. Y así, entregándome a los débiles, sólo me corroboran su ruindad y aumentan mi odio hacia ellos.

Algunas noches sueño con el pueblo. Conozco, por esos sueños, la angustia de los elegidos, de los que temen serlo. Siento hervir la sangre de sus familiares y el alivio de quienes, con la elección de otros, ganan un día de respirar.

La otra noche, sin embargo, todo cambió. Soñé una conjura de nobles, ávidos de poder. Vi al Rey, negándoles la mano de su hija. Oí la difamación premeditada, y a las masas clamando por la condena de la princesa a mis fauces.

Desde ayer ella esta aquí; mi presencia la doblega, pero su orgullo la mantiene firme. A mis ojos no es más que una niña incapaz de levantar la mirada hacia mí, y por primera vez veo belleza en un humano.

Esta mañana, al rayar el sol, se acercó un caballero en desafío. También a él lo había soñado. La muchacha se revolvió inquieta, y su pecho palpitó con más fuerza que al sentir, ayer, mi presencia.

El aspecto del joven era lamentable. Su armadura oxidada, hecha con partes de armaduras distintas, le venía tan grande que apenas podía mover los brazos. Un hueco en la parte trasera dejaba entrever unos calzones sucios y rasgados. Sus huesudas piernas apenas le aguantaban firme sobre la montura, una yegua rucia más acostumbrada a los aperos del campo que a la batalla. El pueblo asomado a las murallas, esperaba en silencio.

El chico quiso levantar su visor para que la princesa le reconociese, pero al hacerlo, su escudo se le resbaló entre los dedos cayendo al suelo. Desmontó nervioso y lo recogió, pero era incapaz de volver a subir a la montura sujetando lanza y escudo.

-Ve con él, ayúdale -pedí a la niña. –Disponle para la batalla.

Poco después me acerqué a ellos. El caballero me miraba parado sobre el animal. La hija del rey, apartada unos pasos, derramaba su llanto. Yo ya había decidido qué hacer, y conocía las consecuencias.

-Los miserables –grité al muchacho, señalando a la ciudad- acobardados, no osarán levantarse contra ti. Te respetarán y temerán. Sus hijos, y los hijos de sus hijos, incapaces de reconocer valor en la sangre de un mozo de cuadras, inventarán la leyenda: te llamarán ser sobrenatural, serás venerado con el nombre de un mártir muerto siglos atrás. Así serás llamado santo y reverenciado por las tres religiones, y tus fieles serán legión.

Dejé pasar unos segundos para sentir el suelo sobre mis pies y el viento en mis alas, y continué.

-Sin embargo, muchacho, yo reconozco en ti el valor que le falta a esta turba mezquina. Salve, San Jorge, enseña de la cristiandad.

Dicho esto me arrojé a su lanza, con un rugido que estremeció a la ciudad, para dejarme matar.

Castellón, 15 de noviembre de 2009

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