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Curso 2016/17

jueves, 12 de noviembre de 2015

Intervención de Juan María Calles en el Taller de Escritura de la Uji

Jueves 19 de noviembre de 2015
18.00 horas
Aula 1016
Facultad de Ciencias Humanas y Sociales



Límites del otoño
Juan María Calles
Poética del viajero. Huelva, Autores premiados, 2014.
Premio Hispanoamericano de Poesía Juan Ramón Jiménez

Juan María Calles es doctor en Filología por la Universidad de Valencia, poeta, profesor y crítico especializado en la literatura del siglo XX. Desde que ganara el Premio Adonáis en 1986 por Silencio Celeste no ha dejado de cosechar importantes galardones por su obra poética. Son suyos también El peregrino junto al mar (1978), Extraño Narciso (1992), Kairós (1997), El ruedo invisible (2002), Viaje de familia (2002), La tripulación del estrella (2005), Materia sensible (2009), La música del aire (2012) y Una figura de barro (2014).

El último poemario de Juan María Calles se abre con “El paseante” para situarse en una edad —“el otoño que crece en mis pupilas”—, que revive, que se relanza y que se incendia. Acude a la infancia, trono de la pureza, se proyecta hacia el presente y, entre esas dos luces, reside el hacerse hombre, el acumular vivencias que sella con el olvido o con cicatrices que perfilan el rumbo del caminante. En ese trayecto, se hace uno al andar recuerda a nuestro Machado (como más adelante el “limonero” y “voy soñando”), y el camino lleno de experiencias a Kavafis.
            La segunda parte sigue el hermanamiento entre la luz, la vida y la casa, como en el Luis Rosales de “La casa está encendida” (aquí; más adelante Calles escribirá “incendiada”). Ahora le habla a un tú –quizá un espejo, como en el resto del poemario— que representa la tierra de acogida (tan presente en todos sus libros frente a sus tierras cacereñas), el Levante de limón y la hierbabuena.
            En “Despojos de tiempo”, ofrece una docena de poemas que se adentran en el silencio, en el interior como refugio cara a “lo demás” que “es ya dolor, dolor y olvido”. De nuevo la estación del año ligada a la lluvia y al viento, el día y la noche, el río cuya virtualidad simbólica invita a percibir cómo se escapa el tiempo que deja un poso celebrado en la memoria. Y luego está el espacio —la llanura, los valles, los oteros—, cuya presencia es una herida que anuncia la historia de lo que allí aconteció y de lo que permanece adherido al recuerdo. Es en este momento cuando afirma: “Mi alma es ya una gran llanura blanca / donde acampan —donde huyen— las gacelas”. Y, sobre ese tiempo centrado en el otoño y ese espacio “llanura y acantilado”, el poeta traza el vector de la constatación en el poema; más aún, en el acto de la composición. Por algo “poesía” significa “creación”.
            En la cuarta parte encarna la herencia de la edad —“barro cansado y ciego”— bajo el trono de un dios también ciego (aquí se distancia de otros poemarios al alejarse de la trascendencia) frente al cual se ofrece una salida que enarbola la felicidad de la niñez. Alterna el descaro del yo que se confiesa en el poema con un tú al que le habla para decirse las cosas cara a cara. Ha llegado la hora de la verdad, la de saber a qué orilla ha llegado el viajero y la de fijar en las palabras las experiencias de la aventura. Los poemas son, por tanto,  luz de bengala; una luz que ilumina pero que al mismo tiempo pide socorro mientras se agarra a la tabla del poema.
            En la quinta parte, fluye la oración en poemas torrenciales en los que se adivina una fuga a través de los poemas y la celebración de un único refugio: “Nunca olvides / que tú eres aún un niño / que atraviesa un país desconocido”. Poemas borrachos de palabras que disfrazan el pánico frente a una infancia ya imposible.

            Y, finalmente, cierra el poemario con “las riberas del instante” proclamando que tras lo vivido hasta el momento —“agua y vino y aceite”— queda la promesa de seguir mirando hacia adelante; convienen, asegura Calles, aparcar el otoño que todo lo inunda para lanzar la mirada hacia un “verano interminable”.

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